domingo, 9 de novembro de 2008

Heart for rent

Acabo de pasar por una tienda con un letrero que decía: "REHABILITACIÓN. TRAT. DEL DOLOR" y me he sentido propensa a entrar. Pero hoy es domingo y son las nueve y media de la noche.

Hoy presentía que iba a ser un día bestial, penoso, concentrado y que me escocería, aunque también notaba atisbos de belleza cortante, brutal, humana. Y todo eso ha terminado pasando.

He cedido a los chantajes emocionales de mi madre (pobrecita) y he ido a su casa para verla y jugar con nuestro bebé que últimamente cuando me ve se pone fuera de sí, como un perrillo con su ama, y me ilumina con su luz preciosa y su amor sincero. Tenía mucho miedo de acudir a la casa de mi madre porque mi padre andaría rondando por ahí como una sombra espectral para herirme de muerte al final de la velada. Y todo eso ha terminado pasando.

He bailado el twist con mi pequeñito, nos hemos regado de besos y nos hemos intercambiado los bacilos de diferentes cepas de la gripe como cromos, pero eso es entre él y yo. Me ha abrazado decenas de abrazos en uno al acercarse a mí más y más mientras jugábamos juntos. Yo siguiéndole a él y él siguiéndome a mí. Le he dado de comer, él me ha observado cuando comía, hemos vuelto a bailar con la melodía del móvil de la canción de Norah Jones Don't know why, hemos roto juguetes y le he cambiado el pañal mientras él subía las piernas hacia arriba para ponérmelo más fácil. Sabía que iba a ser la mejor terapia para mí en un día como hoy.

Mi hermano ha querido ir al VIPS para con sus cupones comprarse el DVD de los perros y mi madre tenía mucho miedo de que se cayera otra vez. La semana que viene le van a hacer unos exámenes por si tiene alguna lesión en el cerebelo. He arreglado a Poquitos, mi padre ya empezaba a rugir, y hemos salido detrás de mi hermano. Creo que él probablemente hubiese ido antes a algún bar a comprar cigarrillos de modo que cuando llegamos al VIPS todavía no había llegado. Entretuve al peque dando un paseo por la cafetería a ver si encontraba a mi hermano, mientras todo el mundo miraba al pequeñín por lo mono que es y la buena energía que tiene. Cuando tenía cuatro o cinco meses y yo era su cangura oficial me sentaba en la calle con él al solecito y le cogía por las piernas mientras su cabeza se arrebujaba entre mis rodillas, porque le gustaba mucho eso de ver el mundo desde otra perspectiva. El noventa por ciento de la gente que le veía sonreía. Sigue teniendo una mirada muy singular, muy biracial, con ojos ovalados en forma de almendra, y parece que te sigue con los párpados cuando le has perdido de vista.

Salimos a buscar a mi hermano a la calle y el niño empezó a gritar en su media lengua el nombre de mi hermano y "¡Ven! ¡Ven!" y entonces apareció mi hermano tambaleante; espero que el hielo que le produce verse tan enfermo se haya deshecho un poquito aunque parecía más bien sorprendido por el cariñito que le profesa el bebé. Al entrar en la tienda toda la gente nos miraba. No entendían por qué dos personas de color cuidaban con tanta familiaridad a un niño de aspecto alemán y mi hermano realmente impresiona con su delgadez, sus heridas en la cara y su mirada perdida. Se enfadó mucho con el mundo cuando el chico de la tienda le dijo que no quedaban DVDs del tío ése de los perros, y teniendo en cuenta que la televisión es lo único que le llena la vida entiendo su desilusión. El peque le seguía llamando y fijándose en él cuando salió por la puerta sin esperar a que yo le pusiera la chaqueta y el plumas al niño.

Para resumir mi hermano se perdió en la noche y yo volví a casa. Tras un rato jugando mi padre irrumpió en la habitación como una fiera de bestiario y me empezó a gritar con un tono agresivo que ya conozco y me revienta los tímpanos. Es un grito primal que siempre utiliza antes de proceder el zafarrancho de aniquilarme, machacarme, patearme o insultarme. Ya no es un grito, es un hedor que no soporto y me da náuseas y me provoca miedo, un miedo infantil atávico y real que me persigue desde hace décadas. Sus chillidos me recuerdan las roturas de huesos, los gritos chirriantes de madrugada de mis hermanos cuando éramos pequeños, las heridas emocionales, las fracturas familiares, la imposibilidad eterna de ser normales.

Salí disparada para irme de la casa mientras mi madre me buscaba donde el ascensor para darme mi bolsa y treinta euros que ha intentado endosarme toda la tarde. El niño me encontró y salió tímido con el librito con el que jugábamos para ver si me animaba a entrar otra vez. Al aparecer de nuevo mi padre como una momia escapada de su sepulcro, di un beso rápido a mi madre y al pequeñín y me metí corriendo en el ascensor delante del vecino. Poquitos se puso a llorar desconsolado.

No puedo volver a la casa de mis padres porque me intoxica, me remueve y me hiere. Hoy me siento como un cervatillo con dos heridas de lanza bulliendo por la sangre aún caliente. He vuelto llorando a mi casa. Sé que cuando lloro así, con un cierto ritmo seco y la incapacidad de sosegarme, estoy llorando de corazón. Y quiero cuidármelo porque sé que lo tengo débil y no puedo permitirme más aforismos crueles que me lo recorten y me lo fileteen como si de carnaza se tratara. Sé que la sangre que palpita en él tiene cada vez un brillo más rojizo, más bermellón como los mantos de terciopelo de Tiziano y a veces noto su sabor en mi garganta, su sal picándome los ojos; no, no puedo permitirme más desfalcos, tormentas, raptos y ataques a bordo. No sé cómo evitarlos pero entre atacar o huir voy a decantarme siempre por huir, aunque tenga que hacerlo durante mucho tiempo, corriendo, escapando, haciendo kilómetros, alejándome lo más lejos posible de la eventualidad de ser alcanzada por la jauría de redondas y corcheas enloquecidas que si me alcanzaran tragar hasta impedirme la armonía.

Nenhum comentário:

Postar um comentário