quinta-feira, 20 de novembro de 2008

Desamor I

Desamor:

Redención, redemption song. ¿Cómo se cura el desamor? La culpabilidad tremenda de no amar, de no haber amado, de no haber sido amada. El corazón retiembla y retiene su adicción y despierta de nuevo al amor; se olvida de sus heridas, sus suturas, sus pasiones rotas, sus ímpetus abortados. Despierta a sí mismo y nos convulsiona, es un sin vivir que de repente se hace vivo, nos culmina, nos sublima y ansiamos desafiar a la redención fallida.

Pero también sin darnos cuenta el amor se acaba, como decía La Jurado, y la desilusión y la acritud retornan. Y las travesías del desierto se convierten en una realidad inminente aunque lejana, y fecundan nuestra melancolía y nos levantamos como si el final estuviera cercano, pero no soportamos el ayuno, los redobles de la cita perdurable con la muerte, su mano gélida que nos insta a sufrir una parada cardíaca inmediata mientras su guadaña sella el boquete de pasiones desahuciadas, el embotellamiento coagulado, los recorridos frenéticos de sus células, la confusión plana de sus nucleoides, el rasgado raquítico de un surtidor de porquería reciclada de antaño que se llamaba enamorarse de ti.

Y llega la nada.

Porque ya no perfumas mi piel curtida por los desengaños ni sus arándanos en costras con tus hálitos enarbolados, ni los viertes en mis supuraciones hasta neutralizar el mal agüero de mi soledad. Porque tus manos ya no sostienen mi frío duelo.

Nada.

Porque no quiero. No quiero que lo hagas. No te quiero más. Ni menos. No te quiero, y eso me hunde, me pervierte en confusión, devora las inseguridades de mi infancia al igual que destruye las ilusas e infinitas veredas que soñé completar contigo.

Porque te abandono porque me abandonas y te detesto tanto o más como me detesto a mí. Porque me hieren los cascabeles malditos de tu voz, y tu maldita independencia y cómo me castigas con tu premeditada rutina y tus ojos indiferentes me envenenan y me convierten en el animal herido de muerte de antes, y vuelvo a la oscuridad que me abotargaba, jalonada de trasiegos, perdida en su cetrina tez, resbalándose mi felicidad porque ya no crees en mí.

Ya no te entretienen las marismas encharcadas de mi sarcasmo, las cucharadas vacías de mi jarabe de palo, las circuncisiones periódicas que me aplico como cataplasmas térmicas, mis vómitos encantados por las culebras del desamor tardío, de mi jubilosamente jodida infancia, adolescencia, mayoría de edad y consternación antes de cumplir los treinta cuando traspasé la barrera de la recaída que me protegía de la decadencia, del prurito de la desilusión más absoluta con la vida.

La decrepitud y sus hirientes y procaces cabinas con imágenes del barrio rojo me atormentan y me vacían como si al volver a casa me encontrara con el estupor de que me hubieran robado los muebles, la ropa, mis cuadernos, mis libros, mis discos, mis recuerdos, las fotos tuyas que eran mías y cayera fulminada en un rincón con paredes fantasmagóricas empapeladas con espejos turcos donde observarme demudada, mancillada, andrógina y asexual. Donde un mantra fetal aislado de la atmósfera me obligase a enlazar las piernas con las manos y balancearme con el zumbido del espacio estanco, del vibrar estéril de mis tímpanos para espantar la sinfonía del oxígeno desenamorado.

Y ahora ¿qué?

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