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quinta-feira, 22 de janeiro de 2009
Benzina
Los tránsitos de hoy han sido muy calurosos, casi incandescentes. El dolor ajeno se recrea en molinetes gigantes, en obras monumentales, mordidas por la arena, danzando en las refracciones levantadas por el calor en las líneas horizontales. Los dolores ajenos son dunas inmensas, son columnas de llagas que ondean al sol y que nunca se evaporan. Son heridas causadas por dardos de polvo de vidrio, son colapsos que se rebobinan porque no hay nadie tomando nota de ellos, son traiciones del corazón que lo vuelven disfuncional. Como los relojes deslizantes de Dalí, un aceite imperdonable que llora de forma infame.
Y el desconsuelo del dolor ajeno es terrible. Es una impresión indeleble en uranio enriquecido, una especie de manto de lamentaciones osificado y tambaleante; pero tu consternación casi no hace mella en el malestar del dolor ajeno. Tal vez un día, cuando te hagas un vestido de nardos y te confirmen que a veces llueve en el desierto, y mientras tanto tú tengas alivio ante tanto, tanto calor y el terrible frío consiguiente, me lance a las nieves del Kilimanjaro en busca de un túnica hecha de hilos de plata para poder lloraros y electrocutar el aislamiento que perdura en esta familia. Esta familia donde una vez, hace mucho tiempo, se rompió nuestra marioneta y cada uno de nosotros y cada una de nosotras se desmembró y perdió el punto de fusión y el centro de gravedad, y la benzina del desamor nos provocó quemaduras de tercer grado; y así seguimos, irrecuperables ante tantísimo calor, y el consiguiente frío.
La noche tiene forma de caja de zapatos y no nos rescata de las explosiones ni de los fuegos fatuos del miedo. El cansancio emocional me impide interpretar su fósforo impregnado.
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