Ayer los de la lavadora, el de la caldera. Hoy el fontanero de vuelta a la lavadora y limpiar desagües y el tanque o bote sinfónico y sellar mi tranquilidad con silicona.
Horror
Y estos tíos se meten en mi casa con sus andares de brontosaurio y su masculinidad estupefacta, me la llenan de olores metálicos que penetran en mi saliva y me desarman con su impaciencia. Llevan relojes de pulsera enormes en sus muñecas pasamanos pero siempre les falta tiempo y arrea, arrea. Irrumpen en mi hogar y lo llenan de cosa masculina en bruto; a pesar de gastarse todo el tiempo en casas de mujeres las escamas femeninas que se les hayan pegado malviven en sombría incomunicación.
Me siento molesta y necesito una muda. Me dejan los bordes de la casa maltrechos, el suelo pisoteado y las lámparas temblando. Cuando se marchan no encuentro nada aunque esté delante de mis narices porque me han descolocado el cerebro y ya no veo lo que veo.
Tienen esa cosa masculina reconcentrada entre las cejas y la hablan entre dientes; ese coso de no hablo y no me preguntes, esa impertinencia de querer dirigir la operación, cállese, coño, de arrastrar mis objetos a los lados y reventar los cauces de luz que me otorgan visibilidad en mi espacio. Muchos de ellos son casi como alimañas, les sonríes y les provocas animosidad; desconfían de ti como si les fueras a traer la peste. Si les diriges la palabra es como si les insultaras.
Otros, sin embargo, son cantarines, parece que vienen de Lululand, se desmarcan del resto y te inundan con sus hemisferios derechos repletos de creatividad, como niños de cinco años con fiebre. Te refrescas en su compañía, te prenden sus ilusiones; mezclan las hipotecas con las tuercas y sus módulos de FP o sus licenciaturas antes de venirse acá ahorita. Entre bastidores, su mirada gira en torno a corcheas y redondas y cuando pisan tus zapatos y se caen de bruces confían en que les darás una tirita en una décima de segundo. Les gustas y te buscan, se vuelven parlanchines, se ruborizan, se les llena la mente de champán y no paran de alegrarte la visita.
Algunos tienen ojos grises con un reborde suave y acallado. Son delicados, más jóvenes, con almas tersas. Entran en tu casa como si fuese una estancia encantada o como geólogos en una gruta. Miran hacia tu techo como si fuese una ópera abstracta, un sombrero de tres picos y piensan en ti cuando les explicas temas prosaicos sobre tu corriente eléctrica descompasada, tus percances domésticos, las instalaciones pasadas que han dejado huella. Tu espacio les fascina, y les nutre; se sienten adoptados durante unas breves horas en él y entrenan a su cerebro a mejorar sus movimientos al circularlo.
Pero ... aquéllos que no quieren saludarte, que no te ven, que ponen objeciones a tu presencia ¿cómo pueden pasarse todo el día yendo a casas de familias, de mujeres, de personas solitarias y no haber aprendido nada, nada, nada de nada? Es como si acabaran de volver de Alcatraz y todavía les pesaran las cadenas. Nos odian (a las mujeres, se entiende, por hablar en femenino plural), no nos escuchan, son impacientes al impacientarse y se sienten feos, gordos, malheridos, enfadados. Entran, saquean tu oxígeno y no absorben un ápice de tu entorno. Al cerrarte la puerta en las narices se olvidan de ti en lo que tarda un pez dorado en no saber si vino de la derecha o del revés.
No quieren encontrarse a sí mismos. Quieren dormir en tabla rasa pero sus riñones están reventados por la fuerza motriz de los kilos que acarrean arriba y abajo de las escaleras segundas interiores de los patios y los kilómetros que queman en su soledad en bancarrota. Esta sociedad no les ha dado el espacio para verse desnudos frente al viento recio que escuece su piel lechosa. Y por eso nos invaden el nuestro rebosando rabias.
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