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sexta-feira, 26 de dezembro de 2008
Te crujes
Cuántas veces te puede crujir el corazón y reventarse los puntos de sutura, los botones de nervio de sus ojales.
Se me acerca y lleva su gorra de beísbol azul, una foto de mi hermana en un marco de plata debajo del brazo y una novelas en francés, y me pregunta algo completamente incoherente con los ojos enfebrecidos y el semblante triste.
Se ha enredado las piernas en la parte superior del chándal durante horas y ni se lo puedes quitar ni le puedes convencer de que no son los pantalones.
Le puedes contar todo tipo de cosas y él se las cree a menos que una idea se apodere de su ímpetu y simplemente le debas a él el responder a la misma pregunta una y otra vez con evasivas, para no confundirle o causarle pánico.
Cuando se aparta el demonio que me crujió la niñez, la vulnerabilidad y fervor del cariño infantil, la brasa de herrero que me marcó la carne a fuego con una cicatriz que parece ser incandescente y que se turba aún.
A medida que su enfermedad avanza y desaparece la dureza de su mirada en sus ovalados ojos miel y la piel oscura de su cabeza se confunde con las entradas de su pelo que ya no es apretado y rizado como un tejido resistente y tupido sino un entramado canoso y liso.
A medida que en su voz comienzan a desaparecer los rasgos del desprecio y la metálica prepotencia y desdén acrisolado durante años, yo emprendo el sorprendente viaje hacia la creación de un pasado que nunca existió, un "¿y si hubiera sido ...?" y comienzo a presenciar la película de nuestras vidas con un padre como él que no estuviese enfermo, que no estuviese enfermo nunca, pero tampoco enfermo de gélida frialdad, crueles retorcimientos, comentarios soeces, golpes bajos.
Y en su voz titubeante cuando me pregunta qué hora es porque tiene que ir al trabajo, o me pide ayuda para salir a la calle porque la puerta está cerrada y no encuentra las llaves que le hemos escondido para que no se vuelva a perder y tengamos que ir a buscarle a Dios sabe dónde, se distingue el tono grave y modulado de aquel acento francés indudable y customizado por sus hábitos políglotas.
En su frágil semblante, cuando todavía nos gasta bromas con su humor particular e idiosincrásico, y en su olor elegante y único suspendido en la casa cuando él llegaba, en sus manos calientes con una piel más suave y más profunda que la de otra gente, como si la melanina enardediera y te obligara a prenderte en ella, a transpirar con sus propios poros.
Por su sudor fosilizado en copos de nieve salada con costras y escamas de sedimentos minerales al volver del tenis. Sus piernas sexys de atleta en sus eternos pantalones cortos de deporte Fred Perry estilo Wimbledon. Esas gafas de pasta de intelectual de los años sesenta con vetas marrones y ámbar, sus amplias espaldas doradas por su piel marrón oscuro como el cuero, blandas, tersas y abombadas como la chapa de un VW Dos Caballos. Ese total y absoluto convencimiento de que la crema Nivea es lo mejor que hay.
En esa foto con una serpiente pitón alrededor de su cuello y otra corriendo como un chaval con una gabardina beige por las calles de algún lugar de Tailandia.
Y cuando veo cómo el bebé se siente confiado y cómodo en su presencia y percibo la fuerza eterna de la sangre, de las raíces independientemente del color de la piel.
En esa casa que recuerdo donde los muebles de colores ocres, sepias y blancos límpidos de los años 70 y el tocadiscos alemán Grundig con su equipo de música estereofónico en la habitación que era de él y donde no se podía entrar sin permiso o con permiso.
Cuando desesperado me pide que le ayude a buscar a su esposa porque se ha ido y le ha dejado me enfrento cara a cara con los descalabros de una familia a la deriva en un barquito de cáscara de nuez.
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