segunda-feira, 22 de dezembro de 2008

¡Quinientos millones de peseeeeeetaaaaas!

¡Mil eeeeuuuroooos! El soniquete me atraviesa el subconsciente adormilado y me recuerda a los olores de lentejas cocidas y dulces fritos de la vecina que poblaban el patio de vecinos cuadriculado de mi infancia.

"Media hora más" me repito mientras escucho la televisión a tope de mi hermano que penetra sin piedad los hogares y los tímpanos de toda la vecindad. Me pongo los dedos en los oídos para taponar este pellizco de realidad, porque quiero disfrutar de mi sueño esponjoso e incierto justo antes de despertarme y preparar el terreno para lidiar con mi padre.

Hoy lo he llevado a pasear y le he tenido que sujetar del brazo. Su mirada perdida se animaba de vez en cuando al contarme que había hablado con un señor (imaginario) en la tienda a la que habíamos ido o que su mujer (mi madre, a la que no ha reconocido esta mañana) tenía que venir a buscarle (está en casa, como siempre). Intento impedir que llore con pequeñas bromas que él sí entiende porque todavía no ha perdido el sentido del humor entre sus incongruencias siderales, y me convierto en madre tras haber sido hija durante décadas.

¡Mil euuuuuurooooooossss!

Brandon y Vanessa entonan con sus voces cantarinas e impostadas la presencia, la evocación de la Navidad. Brandon mira la bola nacarada y sus ojos reflejan la sorpresa, el relámpago que atenaza su garganta y llena su cabeza de efervescente anticipación:

¡¡TRES MILLONES DE EUUUUUROOOOOOOOSSS!

Vanessa apenas puede tragar mientras se acerca a la tarima donde personas adultas sonríen con las satisfacción de haber presenciado El Gordo, los pequeñines a punto de explotar de emoción, la felicidad que todavía no ha llegado a esparcirse por las ciudades, poblaciones y bares de aquel lugar afortunado mientras en la sala abundan los suspiros, la emoción henchida, la fuerza motriz de la alegría embrutecida en multitud.

Vanessa comienza a tartamudear y la tradición de la añoranza se cumple. Brandon y Vanessa comienzan a requiebrarse con mariposas en el estómago y los pequeñines tienen que cantar el número y la cantidad una y otra vez, en el momento más emocionante de su vida.

Yo presencio el momento en directo, de repente, en el instante perdido en el que acompaño a mi hermano en los cinco metros cuadrados de la habitación en la que vive y duerme, en un momento también irrepetible, como todos los escasos momentos que comparto con él. Y hoy es uno de esos días, en esta mañana somnolienta.


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