terça-feira, 2 de dezembro de 2008

Morir por hacer

Dice Otto Rank que el artista muere o se siente morir al hacer. Nunca se hace suficiente y si no se completa lo que has hecho es como acercarte a tu extinción, especialmente si no te representa. Aunque no se sea consciente de la necesidad de un legado, parece ser que tenemos inscrito este objetivo en nuestros genes.

Yo muchas veces me siento morir por hacer. Algo atenaza mis músculos y mi motivación y casi parece a veces que un dolor me retuerce el ánimo sólo con pensar que tengo que volver al espacio sin aire de la creación, que en ocasiones te ahoga y te desvela por tu incompetencia y tu falta de valentía para entregarte a él. El mismo que otras veces te hace recuperarte, te inmersa en un mundo que obvia al exterior, que te hace mirar fuera de la ventana con ilusión, balanceando los brazos sin tedio, disfrutando incluso del vapor frío, de los escenarios grises, de la falta de acción de otra gente que describes como tranquilidad que quisieras dinamizar.

Morir por hacer. Y otras veces me escondo, me repliego, me estropeo, no recuerdo las claves que me hacen saltar de la cama para ponerme a trabajar. Preferiría romperme los brazos antes de enfrentarme con esa posible lucidez, la única que tiene sentido pero que tal vez evito porque no quiero cegarme con su brillo, no quiero pensar que soy su cautiva, que el resto de mi vida está diluída en comparación, que no fluye ni destaca en nada.

Y por eso escapo, pero la verdad es que no me sirve de nada el morir, el sufrir, el no encomendarme a mi propia suerte porque al final me caigo mil veces, mi cuerpo se magulla, mi estómago grita revuelto en acidez, mi pelo se carda y la inactividad se ceba en mí como una alimaña, se nutre de la elasticidad de mi piel y restaña mi estructura ósea. Me siento incómoda y ajena en mi propio cuerpo, ridícula ante mi sonrisa, inútil cuando me mezclo con la multitud como testigo de cargo o acompañante ciego y apesadumbrado.

Y en realidad la solución es usar el sílex y crear la centella del fuego deslumbrante y revelador. Transitar la tierra de nadie en el paso de Neanderthal a persona, recrear la inteligencia en mi cerebro desusado, desacostumbrado. Un espacio que da vértigo pero que en realidad no es difícil de franquear. Parecen cinco minutos eternos. Sólo que cuando me lo imagino me produce naúseas, vómitos mentales, mareos y desfallecimiento.

No quiero encerrarme en ese espacio, dejar el mundo a un lado, esconderme de mis amistades; triunfar, en definitivas cuentas. Es el miedo a triunfar porque sé que después caeré en la desidia lentamente porque me obligarán a relacionarme, me llevaré un disgusto con alguien que me atenazará la conciencia y me obligará a tener pesadillas, a no descansar la mente, a levantarme con ganas de cinco minutos más de sueño acechada por una adormidera letal. Y la tarea de reengancharme a ese espacio mágico se me antojará cada vez más lejana, más pretérita y no me reconoceré a mí misma, porque en ese momento habré perdido la esperanza en mí y me habré olvidado, amnésica perdida, de quién he sido y cómo lo he sido.

Mis logros se evanecen, mi valía se me antoja fallida, los destellos de mi personalidad me parecen fuegos artificiales vacuos, y aunque sé que sólo necesito un latigazo que me parta en dos para apartarme de mi lado dudoso, a veces tardo mucho tiempo inútil en recomponerme y aceptar mis telarañas mentales, mi dudosa motivación, el hastío de no retomar algo nuevo, retoño y fragante. Olvido mis recuerdos más bonitos, más pausados; aquéllos que he renovado una y otra vez al entrar en el trance despierto de la creación. Incluso los mundanos y simples recuerdos que me han sacado de dificultades con naturalidad, de un minuto a otro, como un ángel de la guarda que, centinela de mi bienestar, desaparece como un espejismo dejando tras sí únicamente un aroma de principio. de frescura y sencillez.

Y ahora vago por el mundo sin curso, sin medida, sin oxígeno, porque los días se han convertido en semanas y las semanas en meses y esa pasión infecciosa que me atacó antaño consumiéndome y recomponiéndome se ha desvanecido. Tan sólo la evito porque tengo miedo de perderla de nuevo de la manera más estúpida, casi silenciosamente, y me encuentro suspendida en alto, albergando resentimiento y desprecio hacia este mundo porque no sabe reconducir a oveja al rebaño, tan sólo se empeña concienzudamente en alienarme, mostrarme su lado siniestro, insultar mi inteligencia, rechazar mi iniciativa, incapaz de inspirarme.



Morir por hacer es también renacer el sexo. Cuando me acuesto con alguien experimento una comunión personal que me levanta los pies del suelo, me hace abrirme como una granada joven, salvaje y exultante, y dinamita mis dudas sobre el futuro porque me golpea la cabeza para que todo se convierta en dominante presente. El no sentir el peso del futuro, desembocar como un afluyente en la mar rugiente expresándome como una criatura recién bautizada por ella, me retiene en un estado de serenidad y confianza parecida a la muerte, como si no fuera a moverme nunca más de ese estado pero sabiendo que estoy abocada a abortarlo tras un final extasiante.



Y cada vez temo más un encuentro, como decía la chica que me abandonó el mes pasado, ese encuentro que pudiera acabar en la desaparición de la amante, en su extravío, su rechazo, tu soledad cuando aún no formas parte de su pasado. También te acercas a la muerte cuando dudas de volver a encontrarte con tu amante una vez más, estrellar tu cuerpo contra el suyo, notar palpitar su sudor, perderla de vista como una ola y de repente percibirla acaparando el resto de tu cuerpo. Ya no quiero entregarme al deseo o al hechizo momentáneo. Desde mi adolescencia los encuentros fallidos me han dado mal agüero y debería haber aprendido ya que no soy carne de cañón, que desprecio la sombra de la explosión, el cráter del abandono tras el fuego y el inicuo desfallecimiento de mi imagen en la retina de mi amante.



El sexo me atrapa en su X de vendetta carnal. Pero también me obliga a circular, a recorrer miradas, caricias rotas y reverdecer. Olvido los movimientos torpes que me depara el aire y recuerdo el ancestral ritmo de ondulaciones y gestos barruntados, millones de moléculas en armonía y un nuevo y antiguo yo modulado, feliz, exagerado, liberado y brillante al que la realidad no puede dar cabida. Y vuelta a la ratonera que cada vez está más arreglada, más acogedora, más mullida para acogerme tras el retorno al mundo real.

Y aquí es donde recurro de nuevo a la expresión que the morning after no me depara. ¿Cómo conseguir la chispa de nuevo, reventar la molicie, la desilusión y la desidia? ¿Revolver el fondo repleto de hoscos residuos orgánicos y minerales para poder regurgitarlos, reververarlos y dulcificarlos para luego rematar a golpe de machete? Quiero ser capaz de arrastrar los recuerdos y derrotas por el fango de mi incompetencia y después soltarlos como una jauría desenfrenada y esperanzada para empujarme y desfondarme hasta que deje de pensar. Embarcarme en una calmachicha ensoñada en un barco sin barquero avistando con mi intuición los golpes de viento, recurriendo únicamente a mis presentimientos y temores armonizados.

La creatividad es una lucha denodada contra la eternidad y el vacío, tus limitaciones y tus excesos, tu personalidad floreciente y la marchita. A veces me desmarco en plena retirada pero la fuerza interior que me impide adaptarme a la sociedad me obliga despiadadamente a seguir. El arte de crear transforma mi vida para adaptarse a sus golpes bajos, su inercia, los periodos necesarios de descanso, el aislamiento que preciso y la posterior bajada a la explanada y el circo romano donde declamar mis logros.

Sin embargo, el circuito electrónico que me controla está bastante descompasado y altera mis estados de ánimo con salvajadas corrosivas. A menudo me siento herida de muerte por arma blanca que se tiñe de ríos de sangre granulosa y rehúso al privilegio de una mente ocarina rellena de tuétano ignominioso y descargas cerebrales que me anulan.

Estoy agotada y exhausta de seguir las desgraciadas modulaciones de mi cerebro inconstante y finito. Odio la sensación de la cercanía con la nada, de la anulación del ser, de la falta de instrucciones precisas que me guíen. La sombra del mal ahogando mis pisadas y retrotrayéndome al dolor pasado, advirtiéndome que nunca va a cesar. Ya no quiero entroncarme en sueños vanos y evasivos. Quiero saber qué es lo que hago y por qué lo hago.

Tras haberlo pensado o imaginado a veces pierdo el interés por completo. Hay quien lo llama falta de atención y persistencia, vanidad, cobardía, pero yo continúo siguiéndole la pista al tiempo y sus veleidosas y mudables velocidades. Hay veces que las horas me faltan como si corrieran escapando del diablo. Pero cuando me inundan las ondas zeta y alfa mi ritmo se adapta a la temperatura basal, a los diminutos latigazos sanguíneos, a la jungla enrevesada de mi ánimo, y es dónde finalmente se ve todo claro, empezando por la razón de tu existencia, ¡que no es poco!

4 comentários:

  1. Hola! He tropezado por casualidad con tu blog, y me he zambullido por unos momentos en los pensamientos que en él has querido dejar. Morir por hacer... imagino que la vida no es más que un trueque, al escribir regalas vida, das vida, en el sexo igual.. das vida a la vez que la vas perdiendo gota a gota. Pensaré en ello.
    Un saludo

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  2. Gota a gota y boca a boca...

    Me encanta que te hayas pasado por aquí ¡bienvenida! Por supuesto, te enlazo :-) Vuelve pronto y no seas una stranger

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  3. Todo esto creo que es mejor que me lo expliques en persona...Al calor de una tazita de té.

    Pronto te doy señales de vida,he estado fuera de casa y ando algo desconectada del mundo bloguero.

    Mientras tanto,mil besos.

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  4. Mañana nos reunimos en Berkana :-) Y después tenemos toda Malasaña a nuestros pies ... Nos leemos y pronto nos vemos!

    Besis

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