quarta-feira, 9 de dezembro de 2009

Hélices

El árbol de la vida se estremece y desgrana regueros de tinta que cuecen los cúmulos del ambiente con intrépidos silbidos. Son silbidos soterrados como transfusiones filtradas por pasamontañas informales repletos de codicia ámbar y acaramelada.

Un retiro fácil, una (h)inopia difusa, una sarta de retribuciones terráqueas que reviven el ambiente como la ilusión de los vuelos trasatlánticos o los globos impulsados por helio irrefrenables por el espíritu aventurero.

Yo reposo y juego a los sueños patidifusos, infantiles, bermeos, cárdenos y sinfónicos. El frenesí del ímpetu imperdonable ilumina mi ambiente, mis tránsitos, mis silencios atronadores, mis límpidos recorridos por el aire en vuelos rasantes.

Un despertar burlón, una simple ración de medidas de sastre y sus pespuntes, y un ángel de la guarda exterminado por los besos y pompas de jabón de lastre de viento.

Transito entre las brumosas telarañas del sueño, entre las febriles inmediaciones del tiempo, las simples bifurcaciones de los relojes de cuerda y los artesanos que repujan los caminos antiguos polvorientos para hacerles relucir como la plata recién bruñida.

Gritos primarios y elegantes como hilos de seda de telar, insípidos pero con gracejo y encanto escondidos. Como Excálibur, incipiente en el cristal de roca y sus lados piramidales, amoldados en siglos de frenesí, circulados por los pájaros.

Indecibles duelos de cúmulos de nubes y cirros de deseo conjurados. Intransitables duelos, imperdonables estíos, que se escapan, que se entretejen, que se entrecruzan, que impiden la triste soledad en la que se encaraman y cobijan los alcorques de árboles acorchados.

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