Nadie requiere más que lo que navega a la deriva, sin encontrarse, en áspero deseo de atar cabos, de tocar puerto.
La lejanía tiene sus punto de interés ensimismados, sus cabezas de alfiler inutilizadas, sus marismas y sus estables marcianos.
En un mundo normal no se necesitan redes porque nada se cae al vacío, porque no es necesario el brillo dorado de sus mimbres para orientarse en la oscuridad. Escribir en compañía no es óptimo,no es intrigante, es una actividad tan ruidosa para el cerebro como la mecanografía.
La línea verde de metro Madrid se revuelve como una serpentina, y aunque el camino parezca una línea en un establo repleto de agujas de camello, el metro se balancea en las bambalinas de punta a punta de Madrid.
La línea recta hacia mi derecha y los viajes del alma se parecen a esto, a personas nuevas,como células nuevas apeándose y transitando tus mundos, tus días, las vibraciones onduladas de la megafonía barata del vagón.
Hoy, como muchas otras veces, me resiento por la duración del viaje,por la acidez extrema del aire y el agua oxigenada que levita en ráfagas difuminadas. Hace 35 minutos que no puedo beber agua, no puedo respirar hondo, no puedo abrir la boca ni decir nada. Estoy en un vagón con treinta personas y no sé qué hago aquí. Ah, sí, viajo, eso es. Pero ¿no deberían ser los viajes en soledad?
No deberías abrirte tú la puerta al abandonar el vagón y largarte de aquí. ¿Realmente es necesario activar un picaporte eléctrico-mecánico? Antes de bajar en equilibrio entre el puntero de latón del borde y el andén elevado sobre él, y buscar una salida, habría que tenerse muy en cuenta, muy claramente lo que se pretende y plante,a adónde se quiere reconducir la duda vital.
Qué proceso es el que genera la combustión del fin del viaje, y por qué las eles y las jotas y las íes griegas ahora tienen palotes largos como estandartes.
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