Fáciles, indescriptibles, impolutas de gran calado. Entrego en la humareda una tea de alabanzas, de sinceridades. Arranco los matojos y celebro cada instante, a veces con el deseo de vislumbrarme en el terreno.
Las hojas caducas se levantan e infringen reglas intemeratas. He dejado de pensar que encontraría ideas resumidas a mi alrededor, que un gesto me abriría la mente, que un saludo recorrería todos los métodos de la compresión. En realidad estar en Madrid es como viajar en metro. Te encuentras con todos los parajes, pero sumergida, como si el porvenir se encontrara nadando entre las algas y se hubiera convertido en algo nada concreto.
Ya no creo en personas heroicas, en rebeliones absolutas, en entregas de relevos entre generaciones. Aunque muy pronto, cuando consuma los últimos rastrojos de idealismos caducos asumiré que el verdadero coraje es el que se muestras hacia el interior, es la virtud de esconderse para encontrarse.
No sé si podría ponerme a trabajar con lo puesto, si las opiniones de la gente desconocida fueran a ayudarme a mejorar. Pero el mundo está lleno de gente desconocida, de ácimos semáforos, de categorizaciones provocadas, de silencios mínimos y alturas que no llegan a alcanzar la lejanía. De todo aquello que podemos soñar pero que no debemos pensar.
Racionalizar más allá de lo obvio, responder a las preguntas privadas que te van haciendo cuando ya no entiendes nada. Recibir la ristra de llamadas de atención para que no te olvides de los nombres de las paradas de metro que la plana megafonía echa a perder.
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