sábado, 11 de outubro de 2008

La nuit

Quiero recomponerme y no deseo saber más de lo debiera.

Los desvanecimientos son como las tribus de pájaros que emigran durante el otoño. Separan el cuajo de las margaritas, las ponzoñas de los saludos del agua, los pasos pasados de los pesos pesados.

Retrotraerse al fruncido guiño de los días que ya transcurrieron y en los que tropezarse con pensamientos ocultos desvelados en la penumbra del silencio y entre frase y frase. Rumores y rugidos sonoros por doquier de aquéllos que silencian el alma aletargada. Aletas de tiburón con reproches como arengas y arrepentimientos como fusiles arrebatados.

Simientes de las lengüetas del camino. Cantos polvorientos que se cimientan en el olvido y el rechazo. Termitas vivientes, paisajes sonoros, condolencias, muertes de papel, sabores irreconocibles. Es un sinsabor de vivencias saladas en cubiletes pegajosos rellenos de dados y fieltros verdes.

Mi memoria es como la de los peces y no dura más de tres segundos con cuarenta y nueve. No hay límite en las ponencias filosóficas de la polución callejera, ni procesos inacabados en las obras de Madrid. Más bien vidas derrotadas, avances minúsculos; más bien retrotracciones y volteretas animadas como molinillos de juguete hechos de plásticos traslúcidos.

Camina o revienta, revolotea en tus creaciones inmediatas y frugales. Renuncia al alimento, al sustento, a la expresión oral y sus fijaciones ergonómicas y embriónicas. Se desinflan las amarguras, las visiones proféticas, las futuras felicitaciones que nunca se enviarán.

Cuando se ven los restos de periódico arrastrándose por el suelo por las tormentas voladoras y solapadas sobreviene un ánimo encogido, un vaivén frustrado. Este ánimo desvaído e impresionante se desfonda por la desesperanza en su abatimiento. Los músculos se atrofian, la huida se apremia, la cobardía sobrecoge, la desorientación sobrevuela las capas del aire como un ave rapaz soliviantada por el coraje del pánico protector.

Las oscuridades se arremolinan en género y no se siente el bombeo cardíaco. Nada ni nadie comprende y se convierte el alma en pena mientras se escuchan las aullidos de los desvaríos de la felicidad. Las livianas esperanzas apenas se convierten en hojas de arce cándidas y geométricas. Lo más barato es un ladrido quebrado de perro.

Pero no me desanimo, porque las huestes de pensamientos exudan su bilis y yo no tengo nada que ver en este asunto. La costumbre me permite revelar los temores de la noche sin empapar la cama de humedades y apneas.

La colcha sigue a lo suyo y persigue convertirse en un manto estrellado como una tienda de campaña infantil y así permitirme dormir sin temblores. Es como si la tirita de aristogatos me cubriera también el agujero horadado del corazón.

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