terça-feira, 23 de setembro de 2008

Estación de Hogsmeade

Las flores se convierten en cardos y las sonrisas en gélidos y estirados cipreses helados. Y los candores se apagan, y los libros se despliegan como partituras de orquesta amarillentas y preñadas de promesas.

Escribo estas apuradas líneas embutida en el vagón del metro, rodeada de desconocidos que apoyan su lomo contra mis costillas tan sólo para mantenerse en equilibrio disonante.

Las palabras son neumáticas, las escenas de celos gráficas y el amor se esconde debajo de las alcantarillas. Deseo poder moverme, circularme, envasarme al vacío, dejarme fuera de circulación, fuera de cobertura, esconderme dentro de un libro de bolsillo con tapas rosas. En un viento del Norte, en un capazo de lactante, en la estación fantasmagóricamente perdida y abducida de Harry Potter, en la última parada abandonada de un itinerario.

Eston son los días en los que de forma aséptica concluyo que no es necesario vivir para siempre o alargar la vida de forma estrafalaria, que setenta años es una existencia bien vivida. Total, casi nunca recibimos opiniones, reacciones, alicientes, un tañer de corazones o abrazos reconfortantes. Ni emociones como ristras de ajos tiernos para ahuyentar a los vampiros de la noche que provocan mis miedos nocturnos: miedo al fracaso, a la mediocridad, a la nada, a la fragilidad corporal y al desdoblamiento del subconsciente durante el sueño que finalmente te disgrega en vapor soporífero bajo el crepúsculo. Segismundo, déjame escuchar tu clamor y que sea la sonda que me eduque para salir a flote por encima del conocimiento mundano.

Necesito dormir más y seguir leyendo al tierno Charles Dickens. Su humanidad rescatada como un artilugio entre las alimañas del terror y la miseria me reconfortan y me obligan a disfrutar frenéticamente de los resquicios de felicidad en esta vida.

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