quarta-feira, 3 de março de 2010

Entereza


Entras en un estado de quieta inquietud. Controlas todos los baremos trapezoides de tus paranoias kaleidoscópicas. Se acaban las cosas, y no terminan nunca y no tienes la sensación privilegiada de poder hacer nada para que vuelva todo a estar bien al día siguiente.

Aunque se acaben no importa, se tiene alguna certeza de combinar palabras con gestos, acciones con tesón, y precisiones con los desniveles del terraplén. Intento beber agua sin que me restalle el dolor de cabeza de entre las cejas en espinas centelleantes de manivelas de estaño, registrando todo su velocidad en una escala tectónica matemáticamente invernal.

Estoy cansada, agotada, pero no es más que un cansancio cenital, como el del castaño que lleva siglos dando sombra. Quiero recoger las hojas caídas, secas y extraerlas del granito tostado para hacerme un traje de hombre joven con el que pueda recorrer mundo. Llevo días musitando fotos de tonos siena, daguerrotipos de un pasado sin fuerzas; uno, el que se esconde entre las líneas de los libros de fotografía de los años 30. No sé si me lanzo a enviar bengalas de imágenes o lanzas de linotipias y relieves de teclas en una máquina de escribir.

Desconozco por completo las intenciones de mi mente al lanzarse a esos recuerdos imaginados en los que la ropa de abrigo está cosida en tela de saco caliente, y las verduras tienen formas virginales bajo la arcilla seca. Las damas corren en pantalones de rejoneador y el pelo no lleva más lejos del cruce del cuello con la línea de la sonrisa, pero parece más fácil observar desde cerca.

No tiene en principio nada que ver con los castaños, pero todo parece más honesto y más posible.

Probablemente la tristeza de haberlo perdido sería la misma.

Nenhum comentário:

Postar um comentário