quarta-feira, 17 de fevereiro de 2010

Vintage


Me envío mensajes a mí misma como copia de seguridad y me sorprende cuando llegan. Los ojos me escuecen y no sé si he estado respirando de forma coordinada, inspirar cuando tienes que hacerlo, expirar ...

Me enfrento al sueño, espero que no revierta en un simple desvelo. No sé lo que esperar.

La luz de mi habitación se ha multiplicado y trabajo sola en la clase que voy a dar mañana. He estado leyendo y atesorando información sobre la creatividad, la intuición, el saber socrático. Y me he desconectado del mundo, siendo mi propio satélite y luna. Mis anillos jupiterianos me hacen sufrir un poco, me duelen en el espacio entre las cejas, como un choque galáctico. Hace horas que se me ha pringado el sabor del café en la garganta, en las encías, en el fluido que me congestiona la tráquea y me la entumece.

Estoy haciéndome con nuevos olores en mi habitación, esta habitación propia. Ahora que lo pienso, se van. Es un olor infantil, kinestésico, incipiente. No he sacado nada nuevo, no he comprado nada nuevo. Tal vez es el hacer cosas nuevas, el escribirme de dentro, el proyectarme hacia fuera, el preguntarme, como cuando era pequeña, pequeñísima.

Pase lo que pase mis manos teclearán, no me puedo permitir el lujo del silencio. Conmigo misma.

Ya lo tengo: es el olor a cuero de la bolsa del Jornada. Ese olor a cuero de cuero de bolsa de fotos de tu padre cuando tenía 25 años y tú acababas de nacer, si eso. Es el olor del equipo fotográfico, de las lentes, de la maquinaria, de tus dedos pre-digitales tocando y retomando, y oliéndolo todo, como las letras de los libros y las páginas de los días.

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