segunda-feira, 18 de janeiro de 2010

Portería


Antes de que se muriera mi portero lo vi allí, sentado a la puerta de mi antigua casa. Debería decir que es muy raro pensar que se puede morir tu portero, porque un portero parece estar siempre allí, como un cancerbero en su caseta. Él vivía en la planta baja oscura con las escaleras empinadas, bajo el patio húmedo donde se perdían las pelotas de juegos, las pinzas de la ropa, y los juguetes que tirábamos aposta al vacío. Vivía con una madre anciana, viuda, de pueblo y de negro, y ella sí tenía pinta de morirse, pero de no morirse nunca.

Era mi territorio Erizo, aunque mi familia nunca me otorgó tanta credibilidad como a la otra Paloma. Acabo de pasar por mi antigua casa, he logrado subir. Ver el portal de mi infancia, el ascensor, no me acordaba que fuera tan pequeño !Si cabíamos cuatro más mi madre! Ya no sé si quiero comprar la casa, se me ha pegado a la piel el sudor de las paredes, las palabras vertidas, los recuerdos. No sentí nostalgia de habernos mudado; ha sido importante pasar por allí, porque antes cada vez que pasaba por delante del portal pensaba que quería vivir allí de nuevo. Al llegar se me hizo todo bastante pequeño: el ascensor, las escaleras, el patio.

Mi portero se encerraba en su garita y nos deprimíamos al ver que ponían toros, o fútbol, y no podíamos ver los dibujos. Era bruto pero sonreía y nos subía las bicicletas en andas. Siempre olía a chatos de vino y volvía chisposo del bar de al lado después de su trabajo. Su hermana estaba amargada y tenía el colmillo retorcido, y fue grosera con mi madre. Él fue débil, y perdió la confianza de mi familia. No le saludamos más al marcharnos. Yo sólo le vi una vez cuando pasé por ahí. Le pregunté con nerviosismo cómo estaba. Más tarde me enteré de que había muerto. Es extraño, los viejos porteros nunca mueren.

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