Callar y andar

No tengo claro si ser proactivo es bueno o no. Me decanto por que es malo. Llevo dos días en tensión por informar a mi jefe de que hay un problema de comunicación. Que ésta no fluye. Porque ser periodista no es ser inventor ni tener una bola de cristal, uh uh.

Me sorprendo con su correo de respuesta en el que en lugar de transmitirme una postura de cambio y corregir se limita a tacharme de acusica. Cágate, acusica. Como si no hubiera superado ya la tarea que tuve de delegado en la escuela cuando tenía que apuntar en la pizarra el nombre de los que hablaban mientras se ausentaba el profesor. Tócate los huevos, Pizarrín, acusica.

He estado todo el día intranquilo, no sabía los derroteros que tomaría la reunión. He llegado con el corazón palpitándome en la garganta, sitiéndolo al lado de las amígdalas que pronto se despedirán de mí. No hay mal que por bien no venga, hombre, me suelta a los pocos segundos de sentarme en la silla. Éste no es el producto que quiero para mi área, quiero un proyecto de comunicación y empezar todo en enero. Te seré sincero, voy a pedir propuestas a otras dos personas. Pero seguiremos tal cual hasta final de año.

No le he sido sincero, y no le he mostrado claramente que acepté esta tarea por no hacer un feo. Que éste ya es mi tercer trabajo. Que un plan de comunicación no se puede externalizar de esta manera, que es algo muy serio en una empresa. Y que no tengo ganas de presentar propuestas de bocadillo de aire que ni siquiera él sabe de qué pan.

Mientras me acercaba al metro de Sol antes de la reunión, me he cruzado con una chica hablando por teléfono y llorando a moco tendido. Una mala noticia le estaban dando, sin duda. Quizá una tragedia. ¿Por qué he estado disgustado estos dos días? Se reiría la chica ofendida si le cuento el motivo de mi malestar. Su resultado no lo conoceré. El mío, que me meto en la cama con fiebre, con dolor de rodillas y espalda. Por la tensión. Vienen a arroparme.